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El dia de los disfraces en las fiestas patronales de Lastras de Cuéllar

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El pueblo de Lastras de Cuéllar (Segovia), situado en la comarca de Tierra de Pinares, celebra sus fiestas patronales en honor de la Natividad de la Virgen, el día 8 de septiembre.

El día de los disfraces se ha convertido en el eje central de la fiesta de Lastras, en su quintaesencia, en ese día que se espera con expectación.

Como tantos pueblos de la zona conoció épocas de mayor esplendor, llegando a superar en la década de los sesenta del siglo XX, los 1.500 habitantes, mientras que en estos años de principios del siglo XXI ronda los 500, con una pirámide de población truncada por falta de savia joven.Las fiestas patronales de los pueblos españoles, con toros o sin ellos, son manifestaciones colectivas que tienden a homogenizarse, con abundancia de ruido y suciedad, dominio casi exclusivo de un sector de la población, el juvenil, que convierte en prácticamente invisible al resto. A casi todos los pueblos, aunque sean minúsculos, llegan los mismos camiones gigantescos atornillados al suelo con sus estruendosos y desmesurados equipos de música. Se van difuminando así ciertos ritos y liturgias que daban nervio específico a cada fiesta y la noche, toda la noche, hasta las primeras horas del amanecer, se convierte en el marco esencial, casi exclusivo, de su desarrollo.

Una figura clave en la cultura popular de Lastras de Cuéllar a lo largo del siglo XX fue el dulzainero Eustasio Vallejo, conocido como “tío Cerillas”, dotado de una extraordinaria intuición musical que, acompañado por Mariano Sancho al tamboril, animó las fiestas de la mayor parte de los pueblos de la comarca. Ambos desaparecieron en la década de los ochenta pero su estela pervive de esa manera guadianesca en la que pervive la cultura popular, tal como recordaba María Zambrano en su célebre artículo, “Un lugar en la palabra: Segovia”: “Una verdadera ciudad es un espejo donde la historia se mira no sólo en lo que fue, sino más todavía, en lo que estuvo a punto de ser, en lo que hubiera sido, si los procesos históricos no fuesen interrumpidos en su punto mejor”.

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Y su estela pervive porque unos años antes de morir, en una entrevista, el tío Cerillas manifestaba que, de entre todas las fiestas a las que había sido invitado a tocar a lo largo de su dilatadísima carrera, la que recordaba como más animada y participativa, la más jocosa y chispeante, era la fiesta de los Carnavales de Lastras.

Los jóvenes del pueblo que integraban entonces la comisión de fiestas, decidieron incorporar el espíritu bufonesco del carnaval al que aludía el tío Cerillas a las fiestas patronales, creando un concurso de disfraces, cuyo desarrollo suele coincidir casi siempre con el sábado por la tarde. Debieron comenzar estos concursos hacia el año 1975, es decir, llevan treinta años de desarrollo.

Por suerte el día de los disfraces se ha convertido en el eje central de la fiesta, en su quintaesencia, en ese día que se espera con expectación, convocando como ningún otro día no sólo a los muchos hijos desparramados por el mapa, sino a gente curiosa llegada de los pueblos circunvecinos, de modo que la plaza se queda chica para acoger a tanto personal como se agolpa a lo largo de su perímetro.

 

Espiritú paródico

En la actualidad, el concurso tiene dos secciones: la infantil y la de adultos que en los primeros años vivieron confundidas. Tan sólo la sección infantil puede considerarse propiamente un concurso de disfraces al que concurren niños y niñas encarnando personajes de los cuentos populares, de las series televisivas o de la mitología clásica.

El espíritu bufonesco aparece de manera arrolladora en la sección de adultos que nació desde el principio ligada a la representación paródica de los más diversos aspectos de la realidad. Estas representaciones suelen tener un carácter colectivo, y casi siempre se articulan a través de las peñas en las que tiende a agruparse la gente. De tal modo que el disfraz es tan sólo un mero instrumento como lo sería el atavío para cualquier actor que representa una obra, pero lo esencial aquí es el guión de la parodia, en la que, dadas las dimensiones del escenario, la parte central de la plaza, se suele prescindir de diálogos o, en todo caso, se le facilita un pequeño bosquejo explicativo al presentador de los actos que, desde una balconada lateral donde se concentra el jurado, lee una síntesis de los propósitos de la representación para orientar a los espectadores.

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Las representaciones son breves pero intensas, de modo que el espectador asiste asombrado a los acontecimientos. Casi nunca se prolongan más allá de diez minutos y están corroídas por un espíritu chocarrero e irreverente, tomando como fuente de inspiración los más variados aspectos de la vida popular, o los programas de la tele con ciertos guiños a la historia local.

Así, a lo largo de estos treinta años de desarrollo, hemos tenido ocasión de ver desde el televisivo “Asalto de los hombres de Harrison”, con una bajada fulgurante a través de un cable de acero que unía dos edificios de la plaza, hasta una disparatada corrida de toros, el entierro, con tintes grotescos, de personajes ilustres o a un memorable vendedor de melones que salió a la plaza guiando a un burro que tiraba de una tartana en la que, por encima de los costeros, sobresalía la mercancía que pregonaba tapada por una lona.

En principio el asunto no tenía más misterio, de modo que los espectadores alejados del carro no entendían las risas que el paso de la tartana iba provocando en los espectadores cercanos. Pero la risa crecía y crecía hasta que la plaza entera fue una carcajada unánime, pues al observar con detenimiento la naturaleza de la mercancía, los espectadores se percataban de que aquellos melones no eran sino ocho traseros, cuatro en cada costado, con las cachas pintadas de verde, en una perfecta imitación de la fruta que se pregonaba.

 

Los Colgaos

Algunas peñas rozan el virtuosismo. El caso más destacado en las últimas convocatorias es la peña de “Los Colgaos”, compuesta por personas de ambos sexos que rondan entre los 30 y los 40 años. Sus parodias resultan imaginativas y desternillantes.

En el año 2004, una vez más, se llevaron el primer premio. Es difícil trasladar al papel la magia contagiosa que provocan. En esta ocasión su número consistía en la recreación de una romería a la ermita de San Antón de la Serreta, una finca del pueblo que albergó un templo dedicado al patrón de los animales.

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Un joven impertérrito vestido con una túnica blanca encarnaba al santo que apareció en la plaza portado en andas por cuatro hombres con rigurosos trajes oscuros. Dieron una vuelta a la plaza seguidos de un cura esperpéntico tocado con una tiara episcopal y de un sacristán extravagante. En las andas había depositados animales disecados como zorros, ginetas o búhos.

Tras la vuelta a la plaza, las andas fueron depositadas sobre unas borriquetas de madera y comenzaron a desfilar ante el santo una caterva de personajes heteróclitos portando animales vivos que bendecía el cura: desde la pareja de la guardia civil con su perro pastor, hasta dos señoritas descocadas de la época del charlestón con un caniche vestido de manera repompolluda; un domador de circo y su acompañante femenina llevando un perro grande que, por efecto de la pintura, se había convertido en tigre; una alborotadora familia de gitanos con sus correspondientes galgos; un travestido con su loro o un jinete con su imponente caballo blanco perfectamente enjaezado.

En total una comitiva cercana a los cuarenta personajes. Todos eran motivo de risa o sorpresa. Tras recibir la bendición dieron una vuelta a la plaza y, finalmente, cuando las andas del santo fueron elevadas para emprender la retirada, un niño de la comitiva, abrió una caja que iba sobre las andas y se produjo una estampida de palomas a modo de apoteosis final. A todo esto, el santo, como un maniquí, permaneció impasible con una corona plateada sobre la cabeza.

 

Los descuajeringaos

Otra de las peñas que no suele faltar a la cita con el concurso de disfraces es la de “Los Descuajeringados”, compuesta por hombres y mujeres cuya edad oscila entre los 45 y los 55 años. En esta ocasión sólo participaron los hombres, bien es verdad que ayudados de manera decisiva por las mujeres.

Representaron un pase de modelos de damas de alta alcurnia, marquesas, duquesas y vizcondesas con título de algunos de los pagos del pueblo. Lo peculiar es que los trajes, hechos con plástico de burbujas, cada cual con un modelo distinto, perfectamente identificable, recordaban a los retratos goyescos de las familias reales. No faltaban brazaletes, collarines y tocados realizados con el mismo plástico. Los pómulos y los labios estaban pintados de intenso colorete.

Fueron pasando de uno en uno, de manera ceremoniosa, dejando trasparentar la masa rosácea de sus carnes así como los calzoncillos con los que cubrían sus vergüenzas. Perfectamente reconocibles pese a las apariencias, no dejaba de resultar chocante ver desfilando ante los ojos del pueblo a un oficial de la policía municipal de Madrid encarnando con toda su majestad a la Marquesa de Las Perosillas; a un técnico de máquinas de coser con su oronda figura haciendo de vizcondesa de La Polona; o al cocinero de un centro penitenciario como duquesa de El Testedal; o a un albañil paseando con tanta ceremonia y distinción sus atributos de dama de alto postín, ante un pueblo risueño y anonadado.

 

Conclusión

Inevitablemente, al contemplar estos cuadros burlescos, uno recuerda escenas de la cultura popular, escenas que al menos vienen rebotando desde el medioevo y cuyo sustrato se puede rastrear en el Arcipreste de Hita, en Rabelais, en El Quijote y, cómo no, en los esperpentos de Valle-Inclán.

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Por momentos uno tiene la sensación de participar en la proyección de la célebre escena de “la última cena” de los pobres de “Viridiana”, de Luis Buñuel; o de asistir a la representación de un auténtico romance de ciego que, por cierto, también han estado presentes en otras ediciones de los disfraces lastreños. Y entonces, pese a los malos augurios que soplan sobre muchas de las fiestas populares, convertidas en un ciclón de ruido y altísimos decibelios, en un absurdo campeonato de insaciables trasegadores de cubatas, en más ruido pestífero y faramalla plastiquera, uno piensa, felizmente, que acaso no esté todo perdido, que como señalara doña María Zambrano, “no se deja imprimir el ser humano por nada que, en cierto modo, no haya contribuido a crear.”

De ahí que los ecos del pasado lleguen rebotando hasta el presente o, dicho de otro modo, el viejo carnaval de Lastras de Cuéllar, gracias al aviso del tío Cerillas, se manifieste ahora con su espíritu bufonesco y trasgresor, en las fiestas patronales, bajo el inocente paraguas de un concurso de disfraces.

Ignacio Sanz.

Puedes encontrar el articulo original en: Revista de folklore nº 286

Galeria fotograficas, los disfraces en Lastras de Cuellar, varios años

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