A moler trigo para el pan familiar al molino de El Cura, en el río Cega, en la postguerra 1939/46
En los primeros momentos de la guerra del Golfo, mujeres previeras o timoratas acapararon alimentos, similar a la nuestra de 1936-39. En la zona central de la provincia de Segovia, aún lejos de los frentes bélicos, fue extremada la escasez de productos manufacturados; acentuándose promediada la contienda con la intervención del trigo, imponiéndose un racionamiento muy estricto en una comarca eminentemente triguera.
Transcurrido unos dos años, a los agricultores, les fue sustituido el sistema por un cupo de harina, no suficiente, a retirar de las fábricas. Se retrocedía a hábitos olvidados de fabricar pan en los hornos caseros; hubo que arreglar y construirse en gran número. Y … riguroso control en las fábricas, sumandóse el de los molinos de los ríos o “aceñas”, de uso decreciente por la competencia industrial. Se les precintó la piedra-rueda y el cedazo de molturar el trigo; más siguieron con la del pienso y las recuas de asnos iban y venían más cargadas que nunca. Los dueños, compradores necesitados, o estraperlistas habrían de cerner la molienda.
El maquilero de la recua que atendía la localidad, preferenciaba a sus clientes habituales y mi padre no lo era, ya que en la fábrica local molía algarrobas y cebada para el ganado de casa. Y en días ocasionales, mi progenitor en alguna caballería llevaba su saco de trigo al molino de El Cura o de El Ladrón, sito en el río Cega, distante mas de ocho kms. de sendas muleras.
La posguerra empalmó con la Segunda Guerra Mundial, prolongando todas las insuficiencias y a la aceña irían mis hermanos mayores y por el año 1943 yo.
Recuerdo que mi primer viaje no coincidía con el de alguna amistad preocupándome ir solo. Mi padre alegó que el asno sabía las veredas y bastaba con dejarle caminar. También que en el trayecto o en el molino encontraría alguno del pueblo.
— ¿Si no va ninguno y se cae el saco?.
— No se caerá; si sucede te sientas y esperas que pase al guien.
Y al día siguiente, nublado y desapacible, me vi tras del burro de casa y su carga por el camino de Carramolino. Nadie delante ni detrás. Recorrido, unos tres kms. de planicies cerealistas, al oeste en un bajio verá el caserío de Zarzuela del Pinar y de frente al gran pinar de la comunidad por donde se internaban senderos coincidentes.
No perdía la vista de la carga por temor a que se venciera a un lado o rozara algún pino cayendo el saco. Suelo arenoso lleno de pinos, sendas profundas y difusas entre los pinos. Al fin en pleno bosque pinaster, divisé la cima de una franja arbórea de vega. El animal se desvió a la izquierda y entre dos lomas bajamos al río Cega, de donde procedía un ruido ensordecedor.
El asno se detuvo frente a un estrecho puente de madera. Me aproximé para ver el origen del estruendo. A mi derecha vertía el canal de una central eléctrica y a la izquierda el agua del río rebasaba una presa, la del molino, cayendo en cascada. En medio, el puentecillo con su calzada de añosas tablas atravesadas; entre unas y otras, más los agujeros, veíanse las verdosas aguas sin fondo animadas por el torrente. No extraño que el burro recelara. Me habían advertido que le pegara y pegándole entró y le pasó despatarrándose en pos de asentar los cascos en las tablas más seguras, y muy animoso sobre las últimas al ver próximo el suelo firme.
En un sube y baja por la margen derecha del río, divisé un tejado, una fachada y varios hombres mirando mi llegada; era el molino. El animal paró, uno de aquellos, el molinero, se acercó.
— ¿De dónde vienes, chico? — De Fuentepelayo.
— Lleva el burro con aquellos y átale.
Expresó indicando las caballerías y cargándose el costal.
De vuelta, di los buenos días a los reunidos, e intenté ver mi mercancía en alguna de las dos hileras de sacos que se prolonga ban al interior.
El maquilero aclaró:
— Lo suyo está cerca de la torva, lo voy a moler antes que lo de éstos. Son de Lastras y de Zarzuela, su ruta es mas corta; así lle garás a casa antes de anochecer.
No hubo objeción. Los presentes relataban incidencias, ya menos rígidas, de las intervenciones de los civiles. Que si los miércoles eran los días que más merodeaban por el molino, que si en uno desataron los sacos. El moledor, parco en palabras, iba y venía desde el interior atento a su cometido. Otro manifestó que el mencionado perdió la cuenta de las veces que por un“soplo”, presuroso cargaría todo el trigo y la harina en los asnos, internándoles en la espesura del pinar circundante. En el zafarrancho los usuarios en un tris desaparecían con lo propio. Llegó el momento de almorzar cada cual y de… mi molienda.
Me acerqué curioso al interior. Reducido espacio, débilmente alumbrado por una bombilla cubierta de polvo tostado. El apiñado maredamen formaba un entresijo de torvas, plataformas escaleras, maderos y cachivaches añosos. Me señalaron el ingenio para moler el trigo, cubierto de polvo por no usarlo. Un suelo de tablas más viejas unas que otras pulidas por el roce de los sacos y la escoba eficiente que “barrería” para la hogaza, rodeaba el artefacto del pienso y del “pam nuestro”.
El carrascoso ruido del canalito por donde el trigo se deslizaba al centro de la piedra-rueda, el de ésta y el del aguade abajo impedía incluso vocear. A través de una larga rendija (me recordó las del puente, pensé que arreglarían cuando el aceñero cayera al canal y al río alguna caballería), vería por la luz diurna procedente del amplio hueco en el muro para que el agua pasada saliera al río. Un compacto e inclinado chorro verdinegro, estrellarse lateralmente contra las aspas verticales y su eje maderil girar vertiginosamente con la piedra desmoler arriba. Artificio simplista; sin embargo la harina era suavísima y su pan preferido a la de las fábricas, que era la que se estraperlaba a pesar de recibirse cernida.
Con desagrado vi al molinero retirar mi saco quedando algo de trigo en la torva, y sentí cómo hundía el celemín y el medio celemín en la harina, la maquina. (Posterior me diría mi padre que en las torvas queda del anterior y que el recuero del pueblo maquilaba el doble o más). El hombre equilibró el costal sobre el asno, el puente se pasó sin tantos temores y promediada la tarde llegué a casa.
A finales de la década de 1950, acabó para siempre el molino.
En estos años, en coche por un carreteril forestal desde Zarzuela aLastras de Cuéllar, he vuelto al lugar.
El río se cruza por el mismo sitio, sobre un puente de cemento. La central eléctrica está cerrada, la presa destruida, su espacio lo inunda el pequeño pantano de una central eléctrica río abajo de las ruinas de la aceña. Entre sus iniestos muros se ven restos de artilugios molineros. Da pena, una obra-fábrica imprescindible a más de veinte generaciones sin valora ción en los organismos conserva dores de edificios históricos.
Pero el río, indiferente y atraíble, ahora por el embalse. En el lejano y recóndito lugar, frente a los pétreos restos, se bañan y deambulan los descendientes de aquellos a los que les era vital el molino de El Cura en el río Cega.
Daniel Olmos Serrano. El Adelantado de Segovia 25 de julio de 1991
Biblioteca virtual de prensa histórica
Fotografia de portada: Joaquin Carrillo Espinosa. Los molinos de agua