La ermita del Humilladero, o como normalmente se la conoce hoy en Lastras, «la del Cementerio», es de origen antiguo. Sabemos que ya estaba en pie en el siglo XVI, cuando se impuso la costumbre de poner cruces camineras en las entradas y salidas más importantes de los pueblos. Estas cruces recordaban al caminante la fe de los habitantes del pueblo al que llegaba o del que se iba. Ante esas cruces había la costumbre de inclinarse o arrodillarse, esto es, «humillarse», como agradecimiento por haber llegado al destino o para encomendarse cuando se iniciaba el viaje. Así, estos parajes fueron conocidos como humilladeros. Lastras tenía dos cruces, una al iniciar el camino a San Esteban y otra, al lado de esta ermita en la que se oficiaban algunas misas mandadas decir por el alma de los difuntos al Santo Cristo, que era la devoción del lugar.
Los enterramientos en Lastras se hacían, en su mayoría, en el interior de la iglesia parroquial. Aunque sabemos que alrededor de la misma también había un espacio de enterramiento, que seguramente fue cubierto, al menos parcialmente, por la construcción del crucero en el siglo XVIII. Este espacio exterior iría dirigido, generalmente a los más desfavorecidos y sobre todo, a los párvulos, aunque también había excepciones.
Fue en este siglo, con las ideas ilustradas, cuando se fomenta la creación de camposantos fuera de las iglesias y alejados de los cascos urbanos. Sin embargo, esta nueva tendencia encontraría una fuerte oposición por la arraigada costumbre de los enterramientos dentro de las iglesias. Las ordenes no se cumplirían casi en ningún sitio y Lastras no sería una excepción. Sin embargo, las autoridades van presionando al Concejo y al cura para que contribuyan a su cumplimiento.
Provisionalmente se crea un espacio en la ermita del Humilladero, también llamada por esta época del Santo Cristo, a donde van a parar los restos de las personas que antes se enterraban fuera de la iglesia. Los que pueden, la inmensa mayoría, siguen enterrándose en la iglesia y tanto los curas, como el pueblo siguen haciendo oídos sordos a la Orden.
Es por esta época, concretamente en 1799, cuando tenemos la primera noticia de una inhumación en este lugar, el de un pobre “que viniendo conducido a este pueblo por la Justicia de Zarzuela murió en el camino y no se le encontró documento alguno ni razón de su estado y naturaleza y por orden de la Justicia de este Pueblo se le enterró de limosna en el Humilladero de este lugar”. A partir de esa fecha el humilladero se convierte en el cementerio más habitual para pobres y párvulos.
Sin embargo, la mortandad de 1804 hace que se intensifique su utilización y se vaya convirtiendo en lugar de enterramiento, aunque se sigue catalogando como «provisional». Pasados los duros años de 1804 y 1805 se vuelve a la costumbre anterior de enterramientos en la iglesia a pesar de que los apremios, son cada vez mayores.
Pasada la guerra de la independencia parece ser que en Lastras surge cierto debate de donde construir el cementerio. Los requisitos que se imponían era que estuviera fuera del casco urbano, y a ser posible con una ermita que sirviera como capilla. La primera elección se dirige a la actual ermita de Sacedón. Así lo indica el acuerdo tomado el 2 de enero de 1814 en el que se da cuenta de la Orden recibida que mandaba hacer un camposanto distante del pueblo un cuarto de legua. Se señala el sitio de Santa María, siendo reconocido como apropiado por el cirujano Jacinto Gómez.
No parece que siguieran los trabajos para su construcción ya que, en 1821, el obispo escribe al cura de Lastras «para que contribuyan a la pronta construcción de cementerios… en virtud de la Orden del Sr. Jefe Político. Haciendo entender a sus feligreses la utilidad de esta medida resulta a la salud pública que en nada se opone a la Religión…» Asimismo se autoriza a los párrocos para que bendigan estos nuevos espacios.
La insistencia del señor cura no parece que diera frutos positivos ya que hay que esperar hasta julio de 1833, cuando se recibe una carta del Gobernador para que se certifiquen cementerios según prescribían las órdenes y allí donde no están construidos, habrían de ser costeados por la Iglesia y de no ser posible, por el Ayuntamiento. Esta vez la cosa va en serio y se comienza a enterrar de modo obligado en el cementerio provisional del Humilladero.
Como tantas cosas en nuestro país, lo provisional se transforma en permanente y la ermita se convierte en la capilla del cementerio, cercándose un terreno alrededor. Esto hace que la función de la ermita cambie con el tiempo radicalmente. Desaparecen las misas y los oficios que de vez en cuanto se celebraban en ella, y desaparece toda mención a ella en las mandas de los difuntos. No sabemos si esta es la época en que la ermita sufre una gran reforma por la que doblaría su espacio. Con el tiempo se amplían sus dependencias con un depósito de cadáveres y mesa de disección. Incluso se va perdiendo su antiguo nombre en el recuerdo colectivo para llamarse la ermita del cementerio.
Fotografia: Enrique del Barrio