Estamos ante el último eslabón de la cadena de un oficio al que el desarrollo ha convertido en arqueológico. Tomás de Santos Herrero, nacido en Lastras de Cuéllar (Segovia) en 1933, lo heredó directamente de su abuelo Antonio Herrero, que pertenecía a una estirpe de silleteros, de la que formaban parte dos de sus hermanos que ejercieron en Cantalejo y Turégano. Antonio salía por los pueblos de la comarca a recabar género, es decir, sillas desfondadas. Especialmente en Zarzuela del Pinar, Fuentepelayo, Aguilafuente y Hontalbilla, pueblos circunvecinos. En los últimos años de su vida, al abuelo, ya viejo, aquejado de hernia, le acompañaba su nieto Tomás para auxiliarle en caso de apuro. Traían un cargamento de sillas sin culo que devolvían como nuevas unos días después a sus legítimos dueños. Así, a la sombra de su abuelo Antonio, recorriendo algunos de los pueblos de la Tierra de Pinares, fue aprendiendo el oficio y sus artes peregrinas. Pero su madre, la señora Estefanía, algo le debió de enseñar, pues también lo dominaba.
El oficio silletero
es un oficio muy chulo;
van diciendo por la calle:
¿quién quiere que le eche un culo?
Venticinco palillos
tiene una silla.
¿Quieres que te la rompa en las costillas?
En 1984, en el número 39 de la Revista de Folklore, se publicó un artículo sobre «El torno de madera de Riofrío de Riaza» que, básicamente se empleaba para la fabricación de sillas torneadas en madera de roble. La mayor parte de aquellas sillas, que salían del pueblo sin armar para que ocuparan el menor espacio posible, acababan en La Mancha y las carretas que las transportaban volvían cargadas de vino. Imaginamos que los silleteros manchegos, tras armarlas, las echarían los culos de enea.
Sólo de manera episódica Tomás ha fabricado sillas; en todo caso ha repuesto alguno de sus elementos cuando se rompían. Tampoco su abuelo las fabricaba. Utilizaban para ello dos de las maderas más resistentes del entorno. La verguera y el fresno. El oficio de silletero se centraba en ponerlas el asiento o culo. Para ello se valían de la anea, llamada también enea o espadaña, una planta herbácea que crece en la orilla de arroyos y lagunas. Es muy habitual en los humedales de la Tierra de Pinares.
Tomás la recolectaba en el arroyo Madre o en el paraje de Peñaquebrada, en el río Cega, en la zona del Molino Ladrón, en Lastras de Cuéllar. También abunda en los arroyos de Perosillo y de Frumales, de donde solían llevárselas a su tío abuelo Paco, que ejercía el oficio en Turégano. La planta suele alcanzar un metro y medio de altura y su anchura oscila entre tres y cinco centímetros. Cuando es muy ancha se la parte longitudinalmente para evitar que, una vez retorcida, resulte demasiado gruesa. Lo cierto es que la planta es muy elástica y resistente, de ahí que su empleo resulte pintiparado. Una vez segada a lo largo del verano se deja secar al sol, evitando que reciba agua de lluvia porque, en ese caso, se ennegrece. Luego se guarda en un lugar seco. La víspera de trabajar con ella se la deja en remojo envuelta en un saco o poyal húmedo lo que va a facilitar que se hagan los cordones, es decir, qué se la retuerza para que resista. La unión de los cordones resulta sencilla, basta con enlazar el final de una hebra con el principio de la siguiente retorciéndolas un poco. Algo tan sencillo da un resultado sorprendente y permite que la planta se convierta en una cuerda sin fin.
De esta manera se va haciendo el entrelazado cruzando la enea en el culo de la silla. Para ello Tomás se ayuda de tres herramientas simples:
El rellenador. Una especie de estaca puntifina de madera de enebro muy pulida por el uso que se emplea para meter el final de una hebra entre la urdimbre.
La aguja. Una especie de orquilla larga de alambre grueso con la que pasa la hebra de arriba abajo.
La alisadora. Una especie de mazo sin mango empleada para pulir la enea una vez armado el culo.
Otras herramientas complementarias son el berbiquí para hacer agujeros en la madera, la barrena y la hoz de cortar la anea.
Una vez montado el culo de una silla, a veces se le daba una capa de barniz para preservarlo del manoseo de los niños. Y, con el mismo fin, se le solía colocar en los laterales una tablilla protectora. Los remates de las hebras se llevan a la parte baja del asiento, cuidando así la esté- tica de la parte alta.
Además de las sillas convencionales, casi siempre un poco bajas, con las que las mujeres solían salir a la puerta para hacer labores, Tomás ha puesto el culo a muchos sillones, reclinato- rios y taburetes. Solo de manera ocasional a so- fás de dos y tres cuerpos.
Tomás apenas trabaja ya. Y no solo porque lleve muchos años jubilado como resinero que fue el oficio al que más años se dedicó.
En realidad lo de las sillas fue siempre un complemento, una propina como aquel que dice. Para que voy a decirte otra cosa. Pero uno tiene su orgullo y yo soy Tomás el Silletero. Así me conocen todos. Si hubiera demanda los hijos habrían puesto empeño para aprenderlo. Pero no. Mario, el pequeño, sí compuso una vez el culo a una silla. Y se acabó. Así que yo soy propiamente el último silletero de mi familia. Para que voy a decirte otra cosa.
Tomás muestra una sonrisa arcangélica y ensoñadora del hombre bondadoso que esconde en su cuerpo grandullón. Gracias a él muchas personas han descansado cómodamente sus posaderas. El plástico entró a saco en el sec- tor desplazando a las fibras vegetales. Y con el plástico llegaron también los entrelazos fabriles que eliminaron cualquier rastro de manualidad en el sector. Y no solo rastro de manualidad; lo que se pierde también de paso es la relación que Tomás ha mantenido con el entorno, es de- cir, con los arroyos y las lagunas donde crece la anea que le proporcionaban la materia prima.
Texto: Ignacio Sanz
Fotos: Martín López Sanz
Publicado en el año 2019 en la Revista de Folklore número 452